Fui aprendiendo a amar la música clásica las mañanas
de domingo, en las que mi padre nos desperezaba con los acordes de las
composiciones para ballet de Tchaikovsky, las sinfonías de Beethoven o las
arias de Carmen. Mi relación con el rock fue, sin duda, más generacional.
Fruto de una camaradería juvenil deseosa de compartir experiencias y subrayar
la propia personalidad a través de la pertenencia al grupo.
Sin embargo, la conversión al jazz fue, desde el principio, mucho más íntima, más personal. Lo
fui descubriendo de forma intermitente, a base de robarle espacio a la risa en
las películas de Woody Allen, en las que siempre sonaba de fondo algún standard de los años dorados del jazz, o practicando el nomadismo
radiofónico en busca de sonidos diferentes, menos convencionales.
Entré al jazz
por las puertas que me abrieron Duke Ellington y Billie Holiday, Billie Holiday
y Duke Ellington (no sabría decir el orden exacto). Me quedé prendado del ritmo
perfecto que destilaban las orquestas del Duque, del sentimiento que se
condensaba en la voz rota por la tristeza de Lady Day. Y así, sin darme cuenta,
fui enamorándome del jazz.
Transitando, al principio, por sus caminos menos escarpados, descubrí el ritmo
festivo de los sonidos más clásicos procedentes del Nueva Orleans de principios
de siglo o el Chicago de los años 20. Visité la luna con el verdadero
Armstrong, el de piel oscura y trompeta imperial, y con la guitarra gitana de
Django Reinhardt. Me balanceé al ritmo de swing
de las grandes orquestas y me prendé del sonido cool de la trompeta de Miles Davis o el saxo de Stan Getz.
Poco más tarde, cuando ya estaba preparado para dar
el salto, el saxo vertiginoso de Charlie Parker inyectó en mis venas el bebop con la misma avidez con la que él
se inyectó la muerte en las suyas. Suerte que el talento de Bird daba para
cambiar la historia de la música en solo unos años. Ahí se abrieron para mí las
compuertas del jazz de forma
definitiva. Y asistí a la reinvención de las armonías de la mano de Monk, y
lloré, con décadas de retraso, la muerte de Clifford Brown y del hermano
pequeño de Bud Powell, Richie, en el maldito accidente de coche que nos llevó a
recordar a Clifford para siempre en una balada. Bailé a ritmo de funky con Herbie Hancock y Cannonball
Adderley. Me convertí al sacerdocio de los Jazz Messengers y me enamoré al
compas de 3 por 4 del waltz que Bill
Evans dedicó a su sobrina Debbie. Me reconcilié con Sinatra, al que mi falsa
pose moderna de roquero a punto estuvo de llevarme a negar tres veces, y ahora
lo llevo bajo la piel de por vida. Enviudé de la trompeta de fuego de Lee Morgan,
que tocaba como si supiese que habría de morir joven por culpa de los celos y
quería tocarlo todo en una noche. Abracé toda la música del mundo en el saxo de
Coltrane, que se encarnó en la garganta prodigiosa de Kurt Elling. Como el jazz, me fusioné con la bossa y los ritmos caribeños, o con los
sonidos clásicos del Modern Jazz Quartet o Dave Brubeck. Y fusionando y
mezclando recuperé el rock progresivo
escuchando a Weather Report y volví a mis raíces en el piano flamenco de Chano
Domínguez, en el que el clavel del jazz
florece de forma espontanea.
Ya solo me queda aconsejaros que no cerréis vuestras
ventanas al origen afroamericano de toda la música popular del siglo XX. No os
neguéis al jazz. Él sabrá encontrar
la fusión adecuada para que vuestros oídos se acostumbren y enferméis, como yo,
de su rítmico virus sincopado. Como enfermó la música de George Gershwin o de
Stravinsky, la de Frank Zappa o The Police. Y si no me creéis, escuchadlos atentamente.