Tras ocho años de desapasionado noviazgo, Julia y
Miguel se casaron arrastrados por la costumbre. Diez años más de matrimonio les
permitió elaborar una cuidada rutina de Nochebuenas en familia y tardes de
domingo en zapatillas a la que se fueron sumando las pequeñas Julia y Mónica.
Virginia y Andrés se casaron apenas tres años
después de conocerse, y cimentaron su vida en pareja en sucesivos desencuentros
y silencios rotos por automatismos lingüísticos, que se hicieron más patentes
con la llegada de Alfonso, el fruto de su desamor compartido.
Duró al menos dos años el pequeño juego de Virginia
y Miguel, una coreografía de saludos encontrados y miradas amables, de
premeditados encuentros casuales al comprar el pan, en apacibles paseos vespertinos,
o al tropezar sus miradas viajando en autobús. Al principio, se preguntaban
cortésmente por la salud de los hijos, para interesarse, poco después, por las
lecturas de Virginia (a las que Miguel se aficionó por compartir la huida), o
la música que escuchaba Miguel (que acabó convirtiéndose en la banda sonora de
las mañanas de Virginia).
En una ocasión, se atrevieron a entrar en un cine en
el que vieron una película cualquiera, cogidos de la mano, ocultos en la
oscuridad de la sala. Otra vez, Virginia se paró delante de una academia de
bailes de salón en la que ofrecían gratis la primera clase de tango. Miguel
entró tras ella, en un impulso furtivo por compartir una porción de tiempo.
Mientras las otras parejas se esforzaban en aprender
los pasos, Virginia y Miguel se amaban a ritmo de tango, disfrutando del roce
de sus cuerpos trémulos bajo la ropa, saboreando el aroma de la piel deseada
envolviendo la propia, sintiendo el aliento enamorado que ambos exhalaban. Al
rozar sus labios, Virginia se apartó, guardando una lágrima en el cofre de
marfil de sus manos, y susurró al oído de Miguel un no puede ser acompasado al
dramático vértigo del tango. Él solo alcanzó a perseguirla para verla alejarse
con un torbellino desarmado de bandoneón.
Años más tarde, Miguel sigue comprando discos de
Gardel y Piazzola, que escucha en casa dejando que las lágrimas se enfríen
recorriendo su rostro, ante la mirada atónita de sus hijas y el silencio
evasivo de su esposa, mientras evoca el tacto prohibido que una vez tuvo al alcance
de las manos.
Virginia, sin embargo, evita los tangos, sabedora de
que cuando tropieza con uno en la radio o en la distancia se ve condenada a la
melancolía, al tiempo que aspira el aroma del cuerpo que siente suyo pese a la
ausencia y se condena a la añoranza de lo que nunca tuvo.
A Viki, con la que no pude bailar un
tango,
pero comparto a Cole Porter.