El arte de la resurrección, del escritor chileno
Hernán Rivera Letelier, Premio de novela de Alfaguara 2010, es una sátira que
narra las aventuras y desventuras de un quijotesco mesías en sus andanzas por
la Pampa chilena, y a su vez un bello relato cargado de ironía y poesía a
partes iguales sobre la delgada frontera que separa la santidad de la locura.
Una voz nueva y diferente en la literatura escrita en castellano, en una novela
que nos muestra el mundo como una alegoría de la “Nave de los Locos” poblada de
personajes inolvidables como el Cristo de Elqui, un hijo de Dios muy humano, Magalena
Mercado, la puta santa, o el de don Anónimo, el loquito que barría la Pampa.
miércoles, 29 de febrero de 2012
martes, 28 de febrero de 2012
CLAUS Y LUCAS de AGOTA KRISTOF
En este libro se recopilan las tres novelas (El Gran Cuaderno, La Prueba, y La Tercera
Mentira) de Agota Kristof sobre una pareja de hermanos gemelos que se cría
entre los horrores de la Segunda Guerra Mundial y la posterior ocupación
soviética.
Con una prosa cruda y
cruel, libre de ornamentos, construida a martillazos, la escritora de origen
húngaro nos hipnotiza mostrándonos el tozudo aprendizaje de supervivencia al
que se someten sus protagonistas, incapaces de discernir el bien del mal, al
tiempo que juega con el lector, obligado a preguntarse por las posibilidades
reales de construir una verdad que pueda perdurar a lo largo del relato
EL MENOR ESPECTÁCULO DEL MUNDO de FÉLIX J. PALMA
En El menor
espectáculo del mundo Félix J. Palma recoge nueve relatos en los que lo
cotidiano se vuelve extraordinario. Con una prosa cuidada hasta el más mínimo
detalle nos presenta unas historias que más que relatos cortos parecen novelas
en miniatura en las que el amor y el desamor son los verdaderos protagonistas.
Encontramos a un hombre que salva su matrimonio
comunicándose con un fantasma escribiendo mensajes en la puerta del servicio de
un bar de mala muerte, una niña cuyos padres están a punto de divorciarse que
recibe cartas de su muñeca, un vendedor que se hace pasar por el hijo de una
anciana para mitigar la soledad de ésta, un hombre que se desdobla con cada decisión
tomada.
Si en El mapa
del tiempo Félix J. Palma nos sorprendió con una aventura trepidante a
mitad de camino entre la ciencia ficción y la literatura episódica, en este
nuevo trabajo se nos revela como una de las voces más originales y prometedoras
de la literatura española.
HACERSE EL MUERTO de ANDRÉS NEUMAN
El escritor argentino afincado en Granada, Andrés Neuman, es una de las
voces más originales y geniales de la literatura actual. En esta colección de
relatos o, como a él les gusta llamarlos, cuentos, Neuman combina con la finura
del mejor chef los elementos que dominan su obra, el humor y la poesía.
Leído de un tirón, Hacerse el
muerto nos hará pasar dos horas escasas de auténtico placer literario.
Aunque el regusto dulce del libro permanecerá en nuestros paladares por mucho
más tiempo.
domingo, 26 de febrero de 2012
EL ASESINO HIPOCONDRÍACO de JUAN JACINTO MUÑOZ RENGEL
M. Y. es un asesino profesional que se dispone a cumplir el que, según su
convencimiento, será su último encargo, el asesinato de Eduardo Blaisten.
Asediado por una larga lista de enfermedades, el asesino se siente parte de una
hermandad de prohombres de las letras y el pensamiento occidental, entre los
que se encuentran Kant, Descartes, Poe, Tolstoi, Voltaire, Proust, Byron y un
largo etcétera, a los que les une el maleficio de las enfermedades y de la
orfandad. Hombres perseguidos por la mala fortuna más allá de la tumba.
Una novela llena de humor en la que se desmitifica la figura de buena parte
de los mayores literatos y filósofos de nuestra cultura. Divertidísima.
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS de J.R.R. Tolkien (VERSIÓN INDIGNADA)
La Comarca es una comuna habitada por un grupo de hippies bajitos que andan
todo el día descalzos, conocidos como “hobbits” o medianos. Acostumbrados a
trabajar poco o nada y aficionados a la cerveza, las fiestas y las canciones,
los hobbits ven amenazado su modo de vida por los recortes sociales impuestos
por la banca internacional y la multinacionales dirigidas desde Mordor por el
implacable empresario Sauron. En vista del oscuro futuro que se cierne sobre
toda la Tierra Media deciden emprender una marcha que los llevará a las mismas
puertas de Mordor para mostrar su indignación y su descontento.
A ellos se les irán uniendo otros indignados como Gandalf, un hippy barbudo
de la década de los 60 con pinta de peregrino de Santiago, Aragorn, un
zaragozano greñudo y sindicalista, y también los elfos, un pueblo de gente
alta, con un corte de pelo peculiar y que habla un extraño y rudimentario
idioma que sólo ellos comprenden. Estos últimos, al decir de Saruman Jiménez
Losantos y de los orcos de Intereconomía, no son más que etarras y abertzales
disfrazados de indignados.
Al final, como la patronal y la banca de Sauron siguen asfixiando a
los medianos se liará parda (si no al tiempo).
¡Qué los Valar nos cojan confesados!
EL PRINCIPITO de Antoine de Saint-Exupéry (EL CUENTO PEDÓFILO)
Si bien el resto de la obra literaria de Saint-Exupéry ha sido justamente
olvidada, todavía nos quedan los rescoldos de su fama por mor de este librito,
cuya mayor (y única) virtud reside en su brevedad. Por lo demás, no se salvan
ni las ilustraciones, que también son obra del piloto francés.
Considerada, injustificadamente, lectura adecuada para niños y adolescentes
(más de un posible lector habrá malogrado esta confusión), narra en sus páginas
el desafortunado encuentro entre un homosexual pedófilo con complejo de Peter
Pan y un tierno infante que parece sufrir algún tipo de autismo, o, cuando
menos, cierta estupidez congénita.
Aviso a los bilingües que leer El Principito en su lengua
original (es decir el francés) no hace sino empeorar el resultado, pues el
relato, ya de por sí pedante, incrementa, aunque pueda parecer imposible, sus
altas dosis de cursilería y mojigatería.
ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS de Lewis Carroll (EL SEUDÓNIMO NECESARIO)
¿Cuáles son los oscuros motivos que pueden conducir a un autor supuestamente
respetable, el reverendo y profesor de matemáticas Charles Lutwidge Dodgson, a
esconderse tras un seudónimo, Lewis Carroll, en lugar de firmar con orgullo su
obra?
Es posible que trate de esconder su ilícito deseo por la Alicia de carne y
hueso, la pequeña Alicia Liddel, a la que llegó a fotografiar desnuda, y que le
inspiró su famoso cuento, en el que nos presenta a la versión literaria de la
niña corriendo tras un conejo tartamudo, con gafas y obsesionado con el tiempo,
que se trata, sin duda del alter ego literario del autor (ya le habría gustado
a él tener a la verdadera Alicia corriendo tras de sí). Tampoco es descartable
que se avergüence de su alegato contra el mundo racional de los adultos,
representado en la tiránica Reina de Corazones, en pos de perpetuar el mundo
caótico y desordenado de la infancia. Ni sería extraño que no quisiera desvelar
su adicción a los alucinógenos (en especial al láudano y a la Amanita Muscaria,
seta con efectos psicotrópicos), que aparece en la obra en forma de bebedizos
capaces de hacer encoger y crecer a su antojo a la protagonista.
En cualquier caso, parece lógico que el “honorable” Charles Lutwidge
Dodgson no quisiera firmar su Alicia en el País de las Maravillas,
a sabiendas de que era el producto delirante de una mente enferma al borde de
la locura, alterada por las drogas, y tendente a la pedofilia.
EMMA de Jane Austin (BUSCANDO MARIDOS)
Esta conocida escritora, empeñada en hacer más anodina la literatura
inglesa del siglo XVIII, no trató nunca en sus novelas otro tema que el de
mujeres en busca de marido. Baste como ejemplo citar, además de la
mencionada Emma, sus novelas Sentido y Sensibilidad, Orgullo
y Prejuicio, o Mansfield Park; lo que nos lleva a preguntarnos
si esta mujer no tendría otra conversación en fiestas y reuniones varias,
porque de ser así no me sentaría a su lado en los banquetes ni por todo el oro
del mundo.
La lectura de Emma es especialmente desaconsejable para hombres
heterosexuales que no hayan sufrido los rigores de la menstruación. Es más,
solo debe leerse en caso de estar preparando una adaptación cinematográfica;
pues nunca debe descartarse que alguna adolescente romanticona y mentecata pase
por taquilla.
DON JUAN TENORIO versus EL BURLADOR DE SEVILLA
Si José Zorrilla hubiera publicado su celebérrima obra de teatro en
nuestros días, seguramente, le habrían llovido las denuncias por plagio. No en
balde, hay un número muy elevado de autores (algunos tan notables como Molière
o Lord Byron) que trataron con anterioridad el mito de don Juan. Por no hablar
de la legión de escritores que volvieron a él posteriormente.
Supuestamente, el personaje nace en El burlador de Sevilla y
convidado de piedra, publicado por Tirso de Molina en 1630, 144 años antes
del “remake” de Zorrilla. Aunque hay fuentes que apuntan todavía más atrás, al
año 1617, como la fecha de la primera aparición del mito del burlador de
mujeres, en Tan largo me lo fiáis de Andrés Claramonte,
dramaturgo al que algunos investigadores atribuyen la verdadera autoría
de El burlador de Sevilla y convidado de piedra. Otros, en cambio,
indican que el arquetipo proviene de una obra anterior, supuestamente escrita
por el propio Tirso de Molina entre 1612 y 1625.
No obstante, no es la falta de originalidad el mayor defecto del que
adolece el Tenorio de Zorrilla. En la versión de Tirso (suponiendo que
finalmente sea él el autor) don Juan representa la ruptura absoluta de todas
las normas preestablecidas. Para él la vida es sólo juego y disfrute, el aquí y
el ahora. Don Juan transgrede tanto la moral religiosa como la justicia humana,
en una búsqueda egoísta y amoral de la libertad absoluta. A pesar de lo cual (o
precisamente por ello), este dionisíaco (casi satánico) personaje despierta las
simpatías del lector, sin importar realmente que sea el villano de la historia.
Por esta razón, la obra de Tirso resulta más coherente que la de Zorrilla.
En la primera, don Juan acaba irremediablemente abrasado por el fuego del
infierno, lo que no le impide mantener su actitud desafiante hasta el momento
mismo de su condenación eterna. Por el contrario (y ahí reside su desventaja),
la obra de José Zorrilla nos presenta una versión edulcorada del mito. Don
Juan, en un acto de contrición muy del gusto de la moral católica, se
arrepiente justo antes de morir. El burlador de mujeres es redimido por amor;
por el amor más allá de lo terrenal de doña Inés. En pos del final feliz, tan
hollywoodiense, Zorrilla sacrifica el carácter transgresor, no exento de
gallardía, que ha hecho de don Juan un mito literario capaz de traspasar las
fronteras culturales del tiempo y el espacio.
Si el lector quiere adentrarse en el mito de don Juan, bien haría primero
en leerse la obra de Tirso de Molina, no sólo por ser la original, sino también
por el indudable valor literario de la misma.
FRANKENSTEIN O EL MODERNO PROMETEO de Mary Shelley (MEJOR LA PELÍCULA)
Novela enmarcada en el género de terror gótico, se dice que la idea germinó
en una noche de farra (sin descartar el uso de narcóticos) en casa de Lord
Byron en Suiza, en la que los presentes, jóvenes literatos románticos
aficionados a la melancolía y tendentes al suicidio (que nunca llevaban a cabo
sin antes habernos legado al menos una obra con la que darnos el coñazo) se dedicaron
a contar historias de terror cual infantes alrededor del fuego en mitad del
bosque. Poco después, la buena de Mary se decidió a escribir el relato con
ayuda de su marido, el escritor Percy Bysshe Shelley (se ve que sola no sabía).
Tras esta novelita, aparentemente inocua, se esconde un duro alegato contra
la ciencia y la investigación médica, a favor de una fe que se ve amenazada por
los avances tecnológicos y por un hombre cada vez más poderosos que osa tomar
el papel de demiurgo, desafiando al Creador (el visto bueno del Vaticano está
garantizado). Todo ello aderezado con una prosa farragosa y llena de
germanismos (tan del gusto romántico).
Sin duda, el director de cine James Whale hizo más en dos películas para
que el monstruo perdurara en la mente de todos nosotros, que su autora,
que habría sido justamente olvidada de no ser por su “monstruito”, engendro,
horrendo ser, criatura, horrendo huésped… (Mary Shelley no se guarda nada para
otra novela, excepto ponerle nombre cualquier cosa valía).
viernes, 24 de febrero de 2012
poeXía
¿Qué
es poeXía?
Poner
en verso
Una
guarrería.
ODA A LA PAJA
Si hay un poema que define la
primera etapa de Manuel Valderrama Donaire, ése es, sin duda, su famosa Oda a la paja. Al igual que el acto de
creación literaria, la práctica del onanismo se realiza en soledad; en un
estado de recogimiento y privacidad que acerca a su autor a la concepción
poética de los grandes místicos de nuestros Siglos de Oro.
Este poema, no sólo ejemplifica y
resume a la perfección los grandes temas que vertebran las primeras obras del
poeta, también se trata, como no podía ser de otra forma, de su trabajo más
“íntimo” y “personal”.
El tacto de la epidermis propia
en su propio epicentro,
el chapoteo vertical
que desciende y asciende
de la copa a la raíz,
del nadir al cénit,
de la cima a la sima,
del averno al cielo.
¡Soy convulsión!
¡Soy volcán!
Y finalmente reposo blanquecino,
viscosa soledad
inundando el ombligo.
MUJER CAMINANDO
El poeta sale de su ensimismamiento y descubre que su
impulso obsceno encuentra nuevos objetos de deseo. Una mujer caminando es
suficiente para despertar su lujuria. Que el lector no se deje engañar por el
disfraz del lenguaje poético que, mediante imágenes y metáforas, trata de
ocultar el verdadero carácter libidinoso que esconden sus versos. Obsérvese con
detenimiento como, al final del poema, el autor se delata, volviéndose a mirar,
con pecaminosa indecencia, a la caminante con la que se cruza. Utilizando las
sabias palabras de Rafael Azcona, en estos versos se adivina “un contumaz
regodeo en la concupiscencia”.
Sin duda, sufro asfixia de pez
al verte llegar con pasos de río,
sueño con zambullirme en tus ojos
y sobrevolar el cañaveral oscuro de tu
pelo
y posarme en el junco flexible de tu
sonrisa
con la inseguridad funámbula de las
libélulas.
Pero, sobre todas las cosas,
sueño con seguir eternamente
el curso de tu andar fluvial,
cuajado de meandros,
y abonar con mi deseo tus riberas
adornándolas con hiedras y jacintos,
y vestir de nenúfares tus aguas
viéndote cimbrear en ondas tu caudal
mientras te alejas.
¿QUÉ FELACES, AMOR?
Tras
unos primeros escarceos literarios en los que el autor se limita a expresar su
lado más personal (Oda a la paja), o
aquello que le inspira el sentido de la vista (Mujer caminando), la obra poética de Manuel Valderrama Donaire
empieza a cargarse de una experiencia sensorial que queda plasmada en trabajos
más maduros, en los que traspasa, incluso podría decirse que ahonda, nuevos
límites poéticos.
Traspaso
el territorio
vedado
de tus labios.
Abierto
está el cerrojo
albino
de tus dientes.
Tu
lengua me recibe;
me
envuelve en su saliva
el
abrazo esponjoso
de
tu boca caliente.
Despacio
me derramo
en
el cáliz sagrado.
ESPELEOLOGÍA
En
este poema queda reflejada de manera patente la evolución de la obra de Manuel
Valderrama Donaire. Más allá de la obviedad en el cambio de objeto narrativo,
que sale del yo poético para enfrentarse al tú; se observa también desde el
punto de vista métrico el uso del endecasílabo. Los versos de arte mayor
indican, además del patente progreso en el uso de la “lengua”, que su poesía se
nos hace adulta.
Cobijado
al abrigo de tus muslos
hallo
néctar de mar entre tus piernas.
Sacio
mi sed antigua, centenaria,
en
la boca entreabierta que me ofreces.
Mi
lengua exploradora te recorre,
bebe
a sorbos nerviosos de tu herida.
Desde
el centro de mandos del abismo
con
su afilada danza te domina.
SONETO SICALÍPTICO
El
camino de clasicismo formal de Manuel Valderrama Donaire se ve culminado en el
uso del soneto, forma poética clásica por excelencia. Y no es casual que los
catorce versos aparezcan precisamente cuando el aspecto temático alcanza el
estado de madurez que cabía esperar hubiera llegado antes. En fin, mejor tarde
que nunca.
Me
gustan las mujeres verticales,
poder
horizontarlas en la cama,
curvar
las líneas rectas con la llama
que
arruga blancos lechos espectrales.
Me
gustan las piruetas corporales
que
tiembla, que se agita, y al fin brama
danzando
entre las sábanas vestales.
Mis
manos aletean en sus caderas,
mi
boca se derrite entre sus piernas,
mis
dedos acarician como fieras
que
anuncian la llegada de horas tiernas.
Me
rindo y me derramo en su regazo.
Ya queda
un solo cuerpo en un abrazo.
AUTORRETRATO HIPERBÓLICO DE UN TIPO MUY NORMAL
UN TIPO MUY NORMAL
De pequeño, siempre me mareaba al ver la sangre, fuera propia o ajena. Teniendo en cuenta la extraña propensión de mi hermana a accidentarse, era muy común que mis padres tuvieran que atendernos a los dos de forma simultánea (sospecho que mi hermana lo hacía aposta para que yo me desmayara). Tal vez con afán de desquite, fui yo quien le dijo a ella que los Reyes Magos eran los padres (lo siento hermanita, “mea culpa” – que es una expresión que viene del latín y debe significar “me hago pipí de lo culpable que me siento”, o algo así -). También era pequeño cuando, jugando en casa de un primo mío que vivía en el campo, ascendí corriendo por lo que yo creía que era una montañita de barro. Resultó ser de estiércol de gallina y, os lo prometo, no hay nada que huela peor que el estiércol de gallina. Mis botos de Valverde del Camino quedaron inservibles por más que mi madre intentó limpiarlos, orearlos, echarles colonia, o meterlos en lejía y uranio enriquecido. Esa misma tarde, con aquel olor nauseabundo, fui directamente a mis clases de sevillanas; porque, sí, mis padres me apuntaron con la esperanza de que yo aprendiera esa danza imposible, por lo menos para mí, que soy incapaz de aprenderme la coreografía de una postura de yoga. Mi falta de salero e incapacidad para realizar movimientos coordinados me llevaban a estar siempre en el grupo de los que acababan de apuntarse a clases; siete meses después no había avanzado más allá del paso de salida, y sin usar los brazos. Incomprensiblemente, mis padres decidieron que aquello no era lo mío y me borraron.
De aquella época debe ser, poco más o menos, la anécdota que cuenta un tío mío, que me recuerda ondeando un velo mientras cantaba “Soy la reina de los mares”. Si os digo la verdad, no recuerdo en absoluto aquella escena, y conociendo la tendencia de mi tío a adornar los relatos para que resulten más divertidos, bien podría haber estado jugando con la servilleta mientras canturreaba Mi Carro (la tendencia a la hipérbole está muy arraigada en mi familia). Pero, eso sí, la cuenta muy bien y muy graciosa. En cualquier caso, esa tendencia a travestirme no parece haber calado hondo porque no me recuerdo vestido de mujer hasta que muchos, muchísimos años más tarde, me disfracé en una fiesta con un amigo y montamos un “espectáculo” (vaya si fue un espectáculo) realizando la peor imitación que nunca hayan sufrido las Azúcar Moreno (peor incluso que sus propias actuaciones). Si me quedaba algo de sentido del ridículo, ese fue el día que lo perdí por completo. Nunca más volví a travestirme hasta la fecha; la minifalda no me quedaba mal, pero no estoy hecho para el lápiz de labios.
También durante mi infancia, tras ver en el cine “Siete Novias para Siete Hermanos”, se origina mi incapacidad para combinar colores (que solo superé cuando descubrí lo fácil que era combinar el negro), así como mi manía por las películas musicales (no superada totalmente todavía), y mi rotunda aversión por las camisas de cuadros (que sospecho que me acompañará de por vida).
Tampoco la pubertad empezó mucho mejor; a punto de cumplir los trece años me fracturé el fémur de la pierna derecha, lo que me tuvo casi un año sin poder andar y después casi otro año con una cojera no demasiado excesiva (no es que metiera la oreja en los charcos ni nada de eso), pero que derivó en una costumbre de andar de forma no muy elegante que no quiso abandonarme. Sé que mi pubertad comenzó en esa época porque, como no podía ser de otra manera, mi primera polución nocturna tuvo lugar durante mi periodo de reposo en la cama; sin posibilidad alguna de ir al cuarto de baño en busca de aseo. No me quedó más remedio que confesar el inconveniente a mi madre para que me trajera un paño húmedo con el que limpiarme. Vamos, el sueño de todo adolescente.
Cuando al fin me recuperé y salí de la cama, me había crecido un bigote de pelusilla a lo Cantinflas que llevé con la dignidad que pude, o sea ninguna, hasta que se me ocurrió, un año más tarde, que igual mi madre no llevaba razón y afeitarme aquel ridículo bigote no sería mala idea. Los primeros días, el labio de arriba te queda un poco raro, pero mejora uno, dónde va a parar. Entonces di un paso más en mi rebeldía contra el vello facial y me depilé el entrecejo, costumbre que mantengo en la actualidad; aunque pensándolo bien, ahora que vivo en un pueblo igual ser cejijunto me ayudaría a integrarme en su población autóctona.
No es eso, como podéis imaginar, lo peor de mi periodo adolescente, una época que, por lo demás, no se caracteriza por ser la mejor de casi nadie. A mi escaso éxito con el sexo opuesto durante aquellos años (que comprendo mejor cada vez que mi madre se empeña en enseñar fotos mías de la época), habría que sumar el escaso acierto que tuve en la elección de las primeras aficiones con las que llenar el tiempo libre (sobre todo si lo que quería con ellas era incrementar las posibilidades de ligar). Para empezar, arrastrado por un compañero de instituto, que formó un coro para cantar sevillanas en una hermandad de su barrio, me sumé a tan noble iniciativa. Pero no me conformé con ser parte del coro, no, me convertí en el cantante solista. Ni que decir tiene que hoy detesto ese tipo de composición musical de nuestro entrañable acervo popular. Pero podría haber sido peor, podría haber tenido que bailar en vez de cantar. Aquello duró escasamente dos meses, eso sí, vergonzosos; cuando mi compañero se marchó del coro, ya no me vi en la obligación de tener que seguir haciendo el ridículo y lo acompañé en su renuncia. Una de las mejores decisiones de mi vida.
No obstante, mis nuevas aficiones no mejoraron la situación. Para empezar, el curso siguiente gané el primer premio de poesía de mi instituto. No es necesariamente malo, pensaréis vosotros. Explicadle eso mismo a vuestros amigos de 16 o 17 años con los que quedáis para jugar al fútbol o ir a los billares. Un dechado de comprensión con la sensibilidad artística. Y las chicas ni caso, incomprensiblemente preferían a los alumnos de músculos bronceados a los poetas. No satisfecho con mi hazaña literaria, ese mismo año, ingreso en el grupo de teatro del instituto y preparamos una obra de Federico García Lorca para representar durante la semana cultural del centro una mezcla de “Los títeres de cachiporra” y “Doña Rosita la Soltera”. En mi debut en el escenario, sobresalgo con una actuación memorable. En el papel, pequeñito pero no exento de grandeza interpretativa, de “Cansa Almas”, un zapatero remendón bigotudo (postizo, la pelusilla ya me la había afeitado) y tartamudo (el tartamudeo lo bordo, igual que la cojera). Debut y retirada el mismo día. Tuve las suficientes luces para darme cuenta de que el teatro tampoco me iba a ayudar a mejorar en la que se había revelado como mi principal inquietud, ligar con chicas de una edad aproximada a la mía. Con ese objetivo, hice las mayores tonterías que uno pueda imaginar. ¿Mayores que las ya relatadas?, pensaréis vosotros. Pues, aunque os parezca difícil, conseguí superarme.
Llegué incluso a tener que ver en casa de una vecina de mis padres el concierto con el que Isabel Pantoja regresaba a los escenarios tras la muerte de Paquirri, con tal de acompañar a una muchachita por la que (utilizando el vocabulario propio de la copla) bebía los vientos. Conseguí gustarle un poco a la chica, pero hoy me planteo si mereció la pena. Todavía retumba en mis oídos el “Majestad, ante todo soy madre” y de la chica ya no me acuerdo gran cosa.
Por aquella época, también tuve algún ligero problema con los cacos que rondaban mi barrio empeñados en dejarme en ridículo delante de las chicas. Me llegaron a robar el reloj tres veces en dos semanas. Pensé en dibujarme uno en la muñeca, pero desistí porque me daba mucho trabajo pintar el minutero cada sesenta segundos.
Poco después descubrí el secreto para gustar a las mujeres. En primer lugar, vestirse raro, a lo que ayudó mi ya mencionada afición por el negro incluso en agosto; en segundo lugar, no hacerles ni caso; y para terminar, lo más importante, enrollarme con las que menos me gustaban; a fin de cuentas, eran las que acababan cayendo. Hubo una que me gustaba tan poco que no me enrollé con ella hasta el tercer o cuarto día de estar saliendo, pese a que ella no ponía ningún pero. Tal como os lo cuento. Solo duramos una semana. Corté con ella porque le puse los cuernos con una amiga suya, a la que por lo visto tampoco es que yo le gustara mucho, pero al parecer tenían cuentas pendientes y me utilizó para putearla. Aun así tuve que cortar yo ¡Tener que utilizar como excusa que le he puesto los cuernos!, no me he visto en otra.
Otra vez, llevando tal vez demasiado lejos mi regla de conquistar a las que menos me gustaban, me enrollé con una tía tan fea que era yo el que tenía que prometer a los colegas que no me había acostado con ella. La muchacha iba contando por ahí que habíamos llegado hasta el final. Imagino que intentaba convencer a sus amigas de que ya no era virgen. Pero os prometo que era mentira.
También recuerdo a una con la que ni siquiera pude llegar a enrollarme por un pequeño problema lingüístico. Siempre he sido muy puntilloso con las faltas de ortografía, y a aquella chica no se le ocurrió mejor forma de declararme su amor que escribiéndome una carta de su puño y letra. La leí cuando llegué a casa, horrorizado, y sucumbí a la necesidad de corregirla con bolígrafo de tinta roja. Al día siguiente, se la devolví para que comprobara los errores. Se puso hecha una fiera. Que si yo qué me creía, que si no quería volver a verme en su vida. Yo intenté convencerla de que lo había hecho por su bien y que aquello no tenía por qué ser un problema para que probáramos a ver si la cosa resultaba. Nada la tranquilizó. Por culpa de mi manía con las faltas de ortografía me perdí un buen revolcón, y la chica no estaba mal. Una pena.
Años más tarde, me encontré con otra que en la primera hora de la primera cita me preguntó si lo que buscaba era sexo sin compromiso o una relación estable, porque ella lo que quería era la segunda opción (imaginad cual de los dos opciones estaba yo sopesando cuando quedé con ella). Y pasó a contarme sus planes de boda, me dijo que quería que solo tuviéramos una niña, pero eso sí, tenía que ser niña porque ya tenía pensado el nombre. El apellido fui yo quien decidió que no iba a ser el mío. La subí al coche y la llevé de vuelta a casa. Ella iba mirándolo todo con un poco de asco. Es cierto que, pese a ser un maniático de las duchas y de la higiene personal, para el coche soy un poco “guarrillo”. De hecho, una vez que me disponía a limpiarlo por dentro me encontré a una pareja de Greenpeace encadenada. Decían que dentro existían especies en peligro de extinción que necesitaban ese hábitat peculiar para subsistir. Desistí de mi intención de limpiarlo en bien del medio ambiente y les prometí que cuando dejara de funcionar se lo donaría. Así hice.
Menos mal que ya abandoné la juventud, ahora soy un adulto formado, con pareja y una vida hecha. Sigo teniendo aversión por las camisas de cuadros y no acaban de convencerme las películas musicales. Mi obsesión por la higiene sigue teniendo al coche como excepción; pero el bidé es una necesidad de primer orden, tal vez en recuerdo de mi primera polución nocturna. Me pone Queen Latifah, lo que según mi mujer me acerca a convertirme en un degenerado, aunque al mismo tiempo le da cierta tranquilidad cuando pone unos kilitos. Siento un rechazo visceral por los pijamas, de hecho no tengo ninguno, con la consiguiente preocupación de mi madre en caso de hospitalización. Tengo propensión a los pedos mañaneros; aun recuerdo cuando me los aguantaba al principio de mi relación con mi mujer. Cuando salía de casa andaba como un astronauta pisando la luna. Lo del baile sigue siendo una asignatura pendiente; la última vez que bailé en una boda, estaba en la pista con mi vaso de cubata bien agarrado, preguntándome qué hacer con la mano que tenía libre y moviéndome, o al menos eso creía yo, al compás de la música. Entonces se me acercó una amiga y me preguntó por qué no bailaba. Me senté de inmediato. Desde entonces, en todas las fiestas busco a alguien que tenga una pierna escayolada para ofrecerme a hacerle compañía y así tener la excusa perfecta para no bailar. Sigo depilándome el ceño aun a riesgo de no integrarme totalmente en el pueblo. Colgar un cuadro en una pared es, para mí, una tarea parecida en dificultad a la construcción de las pirámides. No me gusta convivir con animales porque seguro que se me olvidaría darles de comer y acabarían muriéndose. Mis plantas favoritas son las de plástico; las riegas una vez cada dos meses y están como nuevas. Vamos, que he acabado convirtiéndome en un tipo muy normal. ¿O no?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)