¿Cuáles son los oscuros motivos que pueden conducir a un autor supuestamente
respetable, el reverendo y profesor de matemáticas Charles Lutwidge Dodgson, a
esconderse tras un seudónimo, Lewis Carroll, en lugar de firmar con orgullo su
obra?
Es posible que trate de esconder su ilícito deseo por la Alicia de carne y
hueso, la pequeña Alicia Liddel, a la que llegó a fotografiar desnuda, y que le
inspiró su famoso cuento, en el que nos presenta a la versión literaria de la
niña corriendo tras un conejo tartamudo, con gafas y obsesionado con el tiempo,
que se trata, sin duda del alter ego literario del autor (ya le habría gustado
a él tener a la verdadera Alicia corriendo tras de sí). Tampoco es descartable
que se avergüence de su alegato contra el mundo racional de los adultos,
representado en la tiránica Reina de Corazones, en pos de perpetuar el mundo
caótico y desordenado de la infancia. Ni sería extraño que no quisiera desvelar
su adicción a los alucinógenos (en especial al láudano y a la Amanita Muscaria,
seta con efectos psicotrópicos), que aparece en la obra en forma de bebedizos
capaces de hacer encoger y crecer a su antojo a la protagonista.
En cualquier caso, parece lógico que el “honorable” Charles Lutwidge
Dodgson no quisiera firmar su Alicia en el País de las Maravillas,
a sabiendas de que era el producto delirante de una mente enferma al borde de
la locura, alterada por las drogas, y tendente a la pedofilia.
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