En la pequeña localidad de San Justiniano de Yuso,
es extraño, por no decir imposible, que a alguno de sus doscientos cincuenta y
tres habitantes no le una algún lazo familiar, por pequeño que este sea, con el
resto de sus vecinos. Y como es poco frecuente que reciban visitas de
forasteros, especialmente en invierno, cuando la nieve inhabilita la pequeña
carretera que les une, como un defectuoso cordón umbilical, al resto del mundo,
muchas de sus conversaciones giran en torno a Enriqueta, la Loca. Unos
argumentan que perdió la razón el día que su novio de toda la vida, Damián, la
abandonó y marchó en busca de fortuna a la capital. Otros sostienen que fue
precisamente su falta de cordura la que
motivó la huida del muchacho, temeroso de quedar atrapado en aquel pueblo junto
a una esposa demente.
En medio de estos debates filosóficos entre la
causalidad y sus consecuencias, transcurren los cortos días invernales,
mientras la ya casi anciana Enriqueta, ajena a los dimes y diretes, aguarda
paciente sentada en el pequeño puente que marca la frontera de San Justiniano
de Yuso con el mundo, quién sabe si en espera del improbable regreso del
ausente, o acaso rememorando su noviazgo infantil. En especial, el día de su
primera comunión, que celebró con otros tres niños del pueblo, entre los que se
encontraba Damián. Día de primavera, que la niña Enriqueta vivió como si el
sacramento que recibía fuera el de boda, ante las miradas admirativas de sus
familiares y vecinos.
Días felices, en definitiva, en los que los delirios
de fantasía pasaban por juegos infantiles en los que nadie veía locura, aunque
pasara las mañanas regando las flores invisibles que brotaban en las llagas de
las baldosas y las noches arrancando estrellas del cielo nocturno para hacerse
con ellas una corona de diamantes.