Tras una dura contienda
que lo había enfrentado a su medio hermano Huáscar, Atahualpa se convirtió en
el último de los reyes incas. Quiso la mala fortuna que su reinado coincidiese
con la llegada del conquistador Francisco Pizarro, al que el
Inca, en un intento de aplazar el
enfrentamiento, agasajó con regalos. El español correspondió a la
hospitalidad del monarca invitándolo a celebrar una reunión en su campamento. Atahualpa
accedió, pero se hizo acompañar de algunos cientos de soldados de su guardia
personal y, para su desgracia, de su joven esposa Cuxirimay Ocllo, una hermosa
india de apenas quince años dueña de un cuerpo de curvas amazónicas a la que
Pizarro no le quitó el ojo en toda la cena.
Airado por su descaro, a
los postres, Atahualpa le afeó al extremeño su comportamiento. Pero este,
llevado por la codicia y la lujuria, lejos de disculparse, ordenó a sus hombres
que apresaran a Atahualpa y a su esposa tras pasar por la espada a toda la
guardia personal que los acompañaba. Esa noche Pizarro durmió con la esposa del inca, a la que en adelante, en su nuevo papel de concubina del conquistador, se
la conocería por el cristiano nombre de doña Angelina. Mientras esperaba
pacientemente a ser ejecutado a la mañana siguiente, Atahualpa planeó su
venganza.
Cuentan las crónicas
que antes de que el verdugo cumpliera su cometido, el Inca pronunció unas
extrañas palabras que el intérprete de la tropa española no fue capaz de
traducir. Preguntado por Pizarro acerca del significado de lo que decía
Atahualpa, el hombre solo alcanzó a decir: “No es quechua lo que habla, mi
señor. Pero, por la expresión y el tono empleado, juraría que se trata de una
maldición”. Altivo y orgulloso, el último de los reyes incas se despidió de la
vida repitiendo: “Electro latino y reggaetón. Electro latino y reggaetón…”.