jueves, 14 de febrero de 2013

UN SOLO TANGO de MANUEL VALDERRAMA DONAIRE




Tras ocho años de desapasionado noviazgo, Julia y Miguel se casaron arrastrados por la costumbre. Diez años más de matrimonio les permitió elaborar una cuidada rutina de Nochebuenas en familia y tardes de domingo en zapatillas a la que se fueron sumando las pequeñas Julia y Mónica.
Virginia y Andrés se casaron apenas tres años después de conocerse, y cimentaron su vida en pareja en sucesivos desencuentros y silencios rotos por automatismos lingüísticos, que se hicieron más patentes con la llegada de Alfonso, el fruto de su desamor compartido.
Duró al menos dos años el pequeño juego de Virginia y Miguel, una coreografía de saludos encontrados y miradas amables, de premeditados encuentros casuales al comprar el pan, en apacibles paseos vespertinos, o al tropezar sus miradas viajando en autobús. Al principio, se preguntaban cortésmente por la salud de los hijos, para interesarse, poco después, por las lecturas de Virginia (a las que Miguel se aficionó por compartir la huida), o la música que escuchaba Miguel (que acabó convirtiéndose en la banda sonora de las mañanas de Virginia).
En una ocasión, se atrevieron a entrar en un cine en el que vieron una película cualquiera, cogidos de la mano, ocultos en la oscuridad de la sala. Otra vez, Virginia se paró delante de una academia de bailes de salón en la que ofrecían gratis la primera clase de tango. Miguel entró tras ella, en un impulso furtivo por compartir una porción de tiempo.
Mientras las otras parejas se esforzaban en aprender los pasos, Virginia y Miguel se amaban a ritmo de tango, disfrutando del roce de sus cuerpos trémulos bajo la ropa, saboreando el aroma de la piel deseada envolviendo la propia, sintiendo el aliento enamorado que ambos exhalaban. Al rozar sus labios, Virginia se apartó, guardando una lágrima en el cofre de marfil de sus manos, y susurró al oído de Miguel un no puede ser acompasado al dramático vértigo del tango. Él solo alcanzó a perseguirla para verla alejarse con un torbellino desarmado de bandoneón.
Años más tarde, Miguel sigue comprando discos de Gardel y Piazzola, que escucha en casa dejando que las lágrimas se enfríen recorriendo su rostro, ante la mirada atónita de sus hijas y el silencio evasivo de su esposa, mientras evoca el tacto prohibido que una vez tuvo al alcance de las manos.
Virginia, sin embargo, evita los tangos, sabedora de que cuando tropieza con uno en la radio o en la distancia se ve condenada a la melancolía, al tiempo que aspira el aroma del cuerpo que siente suyo pese a la ausencia y se condena a la añoranza de lo que nunca tuvo.

A Viki, con la que no pude bailar un tango,
 pero comparto a Cole Porter.

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