Normalmente el primer capítulo de una novela debe estar escrito de forma
que al lector le despierte el apetito de seguir leyendo el libro que tiene
entre las manos. Sin embargo, cuando leí Corazón
tan blanco la fuerza del primer capítulo era tal que me quedé atrapado en
las primeras páginas, releyéndolas una y otra vez, sin ser capaz de salir de
ellas. Durante una semana, no pude leer otra cosa que no fuera ese capítulo
rotundo, que empezaba y terminaba en sí mismo, como una novela contada en un
instante, como un instante contado en una novela. Quedé atrapado entre sus
páginas, hasta que el capítulo quedó grabado en mi memoria de teflón, en la que
de costumbre no se pega nada.
Solo al cabo de una semana pude vencer la fuerza hipnótica del primer
capítulo y me sumergí en el segundo, que también resultó ser una historia
que comenzaba y acababa en sí misma. Aterrado ante la posibilidad de volver a
quedar atrapado en una espiral interminable, me precipité sobre el siguiente
capítulo en el que ya arrancaba el relato de forma más convencional.
La novela la leí a dentelladas urgentes, sin paladearla, sintiendo un
vértigo impreciso, una necesidad inexplicable de apurar sus páginas para poder
sumergirme de nuevo, como imagináis, en la lectura circular y reiterada de su
primer capítulo.
Todavía hoy, años después, me acerco de forma periódica a la estantería y
saco mi viejo ejemplar de bolsillo para releer las páginas gastadas por la
erosión continua de la caricia de mis ojos sobre la letra impresa y me sumerjo
en la lectura de ese primer capítulo de belleza hipnótica, que es lo más
parecido a la perfección narrativa con lo que me he topado en mis dilatados
años como lector.
CONCURSO LITERARIO: ¿Qué famosa obra de William Shakespeare da título al
libro?
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