Publicada en 1851, esta novela, considerada como la
gran obra maestra de la literatura norteamericana, (tampoco habían publicado
tanto los estadounidenses hasta esa fecha, con lo que la competencia era casi
inexistente) cuenta la persecución obsesiva y suicida a la que el capitán Ahab
somete a la ballena blanca que da título al libro. Todo narrado en primera
persona a través del testimonio del arponero Ismael.
Aunque no pueda negarse el valor literario de la
obra, ni lo acertado de su arranque, lleno de humor e ironía en la presentación
de los personajes, las continuas digresiones con las que el lector se ve torturado
acaban agotando al más pintado, con tanto capítulo inútil sobre las ballenas,
sus usos y costumbres, el arte de su caza, y hasta descripciones de dibujos
correctos e incorrectos de su fisonomía, lo que rompe constantemente el hilo
narrativo y provoca que uno acabe maldiciéndose por no haber comprado una de
esas versiones reducidas en las que se elimina lo superfluo, que en la presente
novela ocupa más de la mitad de sus muchas páginas.
No conviene tampoco olvidar la lectura simbólica de
la novela en la que tanto han insistido los expertos, y que explica la saña
autodestructiva con la que Ahab persigue al dichoso cetáceo. No en balde, la
mutilación del capitán, que perdió una de sus piernas en un antiguo enfrentamiento
contra Moby-Dick, sería visto desde esta perspectiva como un símbolo de su
castración. Así ya puede quedar explicado tan vengativo interés en dar caza a
la ballena de marras; por no olvidar que en inglés la palabra dick puede traducirse al castellano con
la no muy bonita acepción de “polla”.
¿Quiere esto decir que el capitán se lleva toda la
novela persiguiendo una gran polla blanca? ¿Convertiría esto a Moby-Dick en un
precedente de la literatura gay? ¿O, tal vez, siguiendo una lectura más
freudiana, Ahab solo esté tratando de recuperar aquello que le fue arrebatado,
aun a riesgo de su vida y, de paso, la de su tripulación?
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