En su segundo poemario, Jesús Barroso convierte “un revuelo de papeles/ un
desorden de negro sobre blanco” en una invitación al lector a pasear por bares y tascas de medio mundo. Y en este
recorrido caben tabernas reales, ficticias y hasta endecasílabas, desde una
pequeña “taberna de cante y vino blanco” en Jódar, hasta el bar de un hotel de
lujo de Río de Janeiro. En esos templos laicos en los que en lugar de
arrodillarnos nos acodamos, hay un lugar reservado para todos nosotros. Porque
en los bares puede haber un momento para la celebración y otro para la queja
(“los credos del mercado y de la banca”), para el retrato social y para la
amistad. Hay bares donde se reúnen “bebedores solitarios”, y otros donde vemos
juntos a “maestros y aprendices”. Tabernas habitadas por fantasmas, en las que
se siente la “nostalgia de vidrios en la barra”. En Estambul, encontramos reposo
“cruzando el puente sobre un mar que no parece”. En París, nos asaltan
recuerdos de la ocupación. Y en Madrid escuchamos “jazz mestizo y viajero”. Hay
bares que pueden funcionar como oficina de correos, como tienda de ultramarinos
o como ágora. Bares en los que sigue viva la tradición, en los que “cuando
muere un anciano/se cierra una biblioteca”. Tabernas infernales, sacadas del
recuerdo de los ochenta, años en los que la heroína era una plaga de “vejez
adelantada”. Un bar puede ayudar a recordar el exilio de Sefarad en Toledo,
pero también hay otros en los que nos encontramos de frente con el olvido
impuesto por el Alzheimer. O encontrar el verso perfecto en Bruselas (“la
variada oferta de cervezas”).
Alzo mi copa y brindo por este libro que se bebe.
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