viernes, 24 de febrero de 2012

AUTORRETRATO HIPERBÓLICO DE UN TIPO MUY NORMAL

UN TIPO MUY NORMAL
De pequeño, siempre me mareaba al ver la sangre, fuera propia o ajena. Teniendo en cuenta la extraña propensión de mi hermana a accidentarse, era muy común que mis padres tuvieran que atendernos a los dos de forma simultánea (sospecho que mi hermana lo hacía aposta para que yo me desmayara). Tal vez con afán de desquite, fui yo quien le dijo a ella que los Reyes Magos eran los padres (lo siento hermanita, “mea culpa” – que es una expresión que viene del latín y debe significar “me hago pipí de lo culpable que me siento”, o algo así -). También era pequeño cuando, jugando en casa de un primo mío que vivía en el campo, ascendí corriendo por lo que yo creía que era una montañita de barro. Resultó ser de estiércol de gallina y, os lo prometo, no hay nada que huela peor que el estiércol de gallina. Mis botos de Valverde del Camino quedaron inservibles por más que mi madre intentó limpiarlos, orearlos, echarles colonia, o meterlos en lejía y uranio enriquecido. Esa misma tarde, con aquel olor nauseabundo, fui directamente a mis clases de sevillanas; porque, sí, mis padres me apuntaron con la esperanza de que yo aprendiera esa danza imposible, por lo menos para mí, que soy incapaz de aprenderme la coreografía de una postura de yoga. Mi falta de salero e incapacidad para realizar movimientos coordinados me llevaban a estar siempre en el grupo de los que acababan de apuntarse a clases; siete meses después no había avanzado más allá del paso de salida, y sin usar los brazos. Incomprensiblemente, mis padres decidieron que aquello no era lo mío y me borraron.
De aquella época debe ser, poco más o menos, la anécdota que cuenta un tío mío, que me recuerda ondeando un velo mientras cantaba “Soy la reina de los mares”. Si os digo la verdad, no recuerdo en absoluto aquella escena, y conociendo la tendencia de mi tío a adornar los relatos para que resulten más divertidos, bien podría haber estado jugando con la servilleta mientras canturreaba Mi Carro (la tendencia a la hipérbole está muy arraigada en mi familia). Pero, eso sí, la cuenta muy bien y muy graciosa. En cualquier caso, esa tendencia a travestirme no parece haber calado hondo porque no me recuerdo vestido de mujer hasta que muchos, muchísimos años más tarde, me disfracé en una fiesta con un amigo y montamos un “espectáculo” (vaya si fue un espectáculo) realizando la peor imitación que nunca hayan sufrido las Azúcar Moreno (peor incluso que sus propias actuaciones). Si me quedaba algo de sentido del ridículo, ese fue el día que lo perdí por completo. Nunca más volví a travestirme hasta la fecha; la minifalda no me quedaba mal, pero no estoy hecho para el lápiz de labios.
También durante mi infancia, tras ver en el cine “Siete Novias para Siete Hermanos”, se origina mi incapacidad para combinar colores (que solo superé cuando descubrí lo fácil que era combinar el negro), así como mi manía por las películas musicales (no superada totalmente todavía), y mi rotunda aversión por las camisas de cuadros (que sospecho que me acompañará de por vida).
Tampoco la pubertad empezó mucho mejor; a punto de cumplir los trece años me fracturé el fémur de la pierna derecha, lo que me tuvo casi un año sin poder andar y después casi otro año con una cojera no demasiado excesiva (no es que metiera la oreja en los charcos ni nada de eso), pero que derivó en una costumbre de andar de forma no muy elegante que no quiso abandonarme. Sé que mi pubertad comenzó en esa época porque, como no podía ser de otra manera, mi primera polución nocturna tuvo lugar durante mi periodo de reposo en la cama; sin posibilidad alguna de ir al cuarto de baño en busca de aseo. No me quedó más remedio que confesar el inconveniente a mi madre para que me trajera un paño húmedo con el que limpiarme. Vamos, el sueño de todo adolescente.
Cuando al fin me recuperé y salí de la cama, me había crecido un bigote de pelusilla a lo Cantinflas que llevé con la dignidad que pude, o sea ninguna, hasta que se me ocurrió, un año más tarde, que igual mi madre no llevaba razón y afeitarme aquel ridículo bigote no sería mala idea. Los primeros días, el labio de arriba te queda un poco raro, pero mejora uno, dónde va a parar. Entonces di un paso más en mi rebeldía contra el vello facial y me depilé el entrecejo, costumbre que mantengo en la actualidad; aunque pensándolo bien, ahora que vivo en un pueblo igual ser cejijunto me ayudaría a integrarme en su población autóctona.
No es eso, como podéis imaginar, lo peor de mi periodo adolescente, una época que, por lo demás, no se caracteriza por ser la mejor de casi nadie. A mi escaso éxito con el sexo opuesto durante aquellos años (que comprendo mejor cada vez que mi madre se empeña en enseñar fotos mías de la época), habría que sumar el escaso acierto que tuve en la elección de las primeras aficiones con las que llenar el tiempo libre (sobre todo si lo que quería con ellas era incrementar las posibilidades de ligar). Para empezar, arrastrado por un compañero de instituto, que formó un coro para cantar sevillanas en una hermandad de su barrio, me sumé a tan noble iniciativa. Pero no me conformé con ser parte del coro, no, me convertí en el cantante solista. Ni que decir tiene que hoy detesto ese tipo de composición musical de nuestro entrañable acervo popular. Pero podría haber sido peor, podría haber tenido que bailar en vez de cantar. Aquello duró escasamente dos meses, eso sí, vergonzosos; cuando mi compañero se marchó del coro, ya no me vi en la obligación de tener que seguir haciendo el ridículo y lo acompañé en su renuncia. Una de las mejores decisiones de mi vida.
No obstante, mis nuevas aficiones no mejoraron la situación. Para empezar, el curso siguiente gané el primer premio de poesía de mi instituto. No es necesariamente malo, pensaréis vosotros. Explicadle eso mismo a vuestros amigos de 16 o 17 años con los que quedáis para jugar al fútbol o ir a los billares. Un dechado de comprensión con la sensibilidad artística. Y las chicas ni caso, incomprensiblemente preferían a los alumnos de músculos bronceados a los poetas. No satisfecho con mi hazaña literaria, ese mismo año, ingreso en el grupo de teatro del instituto y preparamos una obra de Federico García Lorca para representar durante la semana cultural del centro una mezcla de “Los títeres de cachiporra” y “Doña Rosita la Soltera”. En mi debut en el escenario, sobresalgo con una actuación memorable. En el papel, pequeñito pero no exento de grandeza interpretativa, de “Cansa Almas”, un zapatero remendón bigotudo (postizo, la pelusilla ya me la había afeitado) y tartamudo (el tartamudeo lo bordo, igual que la cojera). Debut y retirada el mismo día. Tuve las suficientes luces para darme cuenta de que el teatro tampoco me iba a ayudar a mejorar en la que se había revelado como mi principal inquietud, ligar con chicas de una edad aproximada a la mía. Con ese objetivo, hice las mayores tonterías que uno pueda imaginar. ¿Mayores que las ya relatadas?, pensaréis vosotros. Pues, aunque os parezca difícil, conseguí superarme.
Llegué incluso a tener que ver en casa de una vecina de mis padres el concierto con el que Isabel Pantoja regresaba a los escenarios tras la muerte de Paquirri, con tal de acompañar a una muchachita por la que (utilizando el vocabulario propio de la copla) bebía los vientos. Conseguí gustarle un poco a la chica, pero hoy me planteo si mereció la pena. Todavía retumba en mis oídos el “Majestad, ante todo soy madre” y de la chica ya no me acuerdo gran cosa.
Por aquella época, también tuve algún ligero problema con los cacos que rondaban mi barrio empeñados en dejarme en ridículo delante de las chicas. Me llegaron a robar el reloj tres veces en dos semanas. Pensé en dibujarme uno en la muñeca, pero desistí porque me daba mucho trabajo pintar el minutero cada sesenta segundos.
Poco después descubrí el secreto para gustar a las mujeres. En primer lugar, vestirse raro, a lo que ayudó mi ya mencionada afición por el negro incluso en agosto; en segundo lugar, no hacerles ni caso; y para terminar, lo más importante, enrollarme con las que menos me gustaban; a fin de cuentas, eran las que acababan cayendo. Hubo una que me gustaba tan poco que no me enrollé con ella hasta el tercer o cuarto día de estar saliendo, pese a que ella no ponía ningún pero. Tal como os lo cuento. Solo duramos una semana. Corté con ella porque le puse los cuernos con una amiga suya, a la que por lo visto tampoco es que yo le gustara mucho, pero al parecer tenían cuentas pendientes y me utilizó para putearla. Aun así tuve que cortar yo ¡Tener que utilizar como excusa que le he puesto los cuernos!, no me he visto en otra.
Otra vez, llevando tal vez demasiado lejos mi regla de conquistar a las que menos me gustaban,  me enrollé con una tía tan fea que era yo el que tenía que prometer a los colegas que no me había acostado con ella. La muchacha iba contando por ahí que habíamos llegado hasta el final. Imagino que intentaba convencer a sus amigas de que ya no era virgen. Pero os prometo que era mentira.
También recuerdo a una con la que ni siquiera pude llegar a enrollarme por un pequeño problema lingüístico. Siempre he sido muy puntilloso con las faltas de ortografía, y a aquella chica no se le ocurrió mejor forma de declararme su amor que escribiéndome una carta de su puño y letra. La leí cuando llegué a casa, horrorizado, y sucumbí a la necesidad de corregirla con bolígrafo de tinta roja. Al día siguiente, se la devolví para que comprobara los errores. Se puso hecha una fiera. Que si yo qué me creía, que si no quería volver a verme en su vida. Yo intenté convencerla de que lo había hecho por su bien y que aquello no tenía por qué ser un problema para que probáramos a ver si la cosa resultaba. Nada la tranquilizó. Por culpa de mi manía con las faltas de ortografía me perdí un buen revolcón, y la chica no estaba mal. Una pena.
Años más tarde, me encontré con otra que en la primera hora de la primera cita me preguntó si lo que buscaba era sexo sin compromiso o una relación estable, porque ella lo que quería era la segunda opción (imaginad cual de los dos opciones estaba yo sopesando cuando quedé con ella). Y pasó a contarme sus planes de boda, me dijo que quería que solo tuviéramos una niña, pero eso sí, tenía que ser niña porque ya tenía pensado el nombre. El apellido fui yo quien decidió que no iba a ser el mío. La subí al coche y la llevé de vuelta a casa. Ella iba mirándolo todo con un poco de asco. Es cierto que, pese a ser un maniático de las duchas y de la higiene personal, para el coche soy un poco “guarrillo”. De hecho, una vez que me disponía a limpiarlo por dentro me encontré a una pareja de Greenpeace encadenada. Decían que dentro existían especies en peligro de extinción que necesitaban ese hábitat peculiar para subsistir. Desistí de mi intención de limpiarlo en bien del medio ambiente y les prometí que cuando dejara de funcionar se lo donaría. Así hice.
Menos mal que ya abandoné la juventud, ahora soy un adulto formado, con pareja y una vida hecha. Sigo teniendo aversión por las camisas de cuadros y no acaban de convencerme las películas musicales. Mi obsesión por la higiene sigue teniendo al coche como excepción; pero el bidé es una necesidad de primer orden, tal vez en recuerdo de mi primera polución nocturna. Me pone Queen Latifah, lo que según mi mujer me acerca a convertirme en un degenerado, aunque al mismo tiempo le da cierta tranquilidad cuando pone unos kilitos. Siento un rechazo visceral por los pijamas, de hecho no tengo ninguno, con la consiguiente preocupación de mi madre en caso de hospitalización. Tengo propensión a los pedos mañaneros; aun recuerdo cuando me los aguantaba al principio de mi relación con mi mujer. Cuando salía de casa andaba como un astronauta pisando la luna. Lo del baile sigue siendo una asignatura pendiente; la última vez que bailé en una boda, estaba en la pista con mi vaso de cubata bien agarrado, preguntándome qué hacer con la mano que tenía libre y moviéndome, o al menos eso creía yo, al compás de la música. Entonces se me acercó una amiga y me preguntó por qué no bailaba. Me senté de inmediato. Desde entonces, en todas las fiestas busco a alguien que tenga una pierna escayolada para ofrecerme a hacerle compañía y así tener la excusa perfecta para no bailar. Sigo depilándome el ceño aun a riesgo de no integrarme totalmente en el pueblo. Colgar un cuadro en una pared es, para mí, una tarea parecida en dificultad a la construcción de las pirámides. No me gusta convivir con animales porque seguro que se me olvidaría darles de comer y acabarían muriéndose. Mis plantas favoritas son las de plástico; las riegas una vez cada dos meses y están como nuevas. Vamos, que he acabado convirtiéndome en un tipo muy normal. ¿O no?

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