
Orejudo construye un relato, a ratos delirante (como la realidad misma) y
siempre lúcido, sobre el desmoronamiento de las certezas, al que da apariencia
de autoficción incorporando fotos y otros documentos visuales como soporte a la
narración literaria. Mediante la ironía, su autor destruye el endiosamiento de
la cultura, con un arriesgado ejercicio narrativo en el que el único mensaje
posible es que tal vez el secreto de la felicidad sólo resida en no esperar
nada de uno mismo.